lunes, 22 de junio de 2009

Trompo



Tenía más o menos unos 11 años aquella vez que la necesidad me orilló a pedir dinero prestado al por mayor. En ese entonces estaba en Sexto de primaria, esa etapa maravillosa en la cual uno sobrevive con la módica suma de 10 pesos diarios. En los días más afortunados, incluso regresaba a casa con 2 o 3 pesos que se iban directo a la alcancía, esperando algún día juntar el dinero suficiente para comprar algo extravagante e inútil. Eso incluye a cualquier clase de objetos, exceptuando, por supuesto, a la vestimenta. No iba a gastar mis ahorros en calcetines.

Cierto día, arribó a la escuela una comitiva de señores armados con cajas, pancartas y bolsas, dispuestos a apoderarse de nuestro inocente poder adquisitivo. Iban uniformados, con gorras de colores y playeras con un logo bastante impresionante, de esos que tienen letras mayúsculas en colores vivos y cegadores, y llevaban en el rostro unas sonrisas fingidas que provocaban ligeros escalofríos, casi como una versión light de Eso, el payaso.

-Que querrán ellos?- me preguntó un amigo, mientras nos acomodabamos en la fila para regresar al salón.
-No sé, pero chance y perdemos una clase- respondí.

Ellos armaron todo el escenario. Pronto nos percatamos de lo que nos querían vender. Trompos, un montón de trompos multicolores, multifuncionales, de nueva generación. Yo pensé: "en mi casa hay un par de trompos de madera que algún día fueron de mi hermano, para que quiero un trompo nuevo?". Lo cierto es que, a pesar de que la oración era verdadera, y de que esos trompos de madera llevaban ya un buen rato empolvados en un rincón, jamás había tenido la suficiente curiosidad como para tomarlos y tratar de adivinar su funcionamiento.

Así pues, los señores fueron a nuestro salón y nos invitaron cordialmente a observar el show que amablemente habían preparado para nosotros y para nuestros bolsillos.


"Nos van a vender unos trompos", "ya viste que chidos están?", "yo voy a comprar dos", eran algunas de las frases que se murmuraban por ahí entre el público asistente. Yo seguía en mi plan de austeridad y no planeaba invertir mis 5 pesos restantes en un trompo que no sabía usar y que probablemente no cambiaría mi vida de forma sustancial. Ésta actitud cambió cuando el show comenzó y aquellos señores, quienes ya sobrepasaban los cuarenta años de edad, mostraron truco tras truco, maniobra tras maniobra con esos trompos. Yo me quedé estupefacto. Sabía que, ahora sí, quería un trompo, y lo quería en ese mismo instante.

Tener un trompo se convirtió de pronto en un símbolo de estatus, poder, fuerza e inteligencia entre nosotros, quienes no pasabamos de los 12 años de edad.

Había pues, un ligero inconveniente, y es que me hacían falta 10 pesos para completar mi meta: adquirir un trompo y ser influyente.
El show terminó e inmediatamente todos mis amigos desembolsaron el botín. Las monedas sonaban dentro de las manos de todos, algunas caían al piso y eran tomadas por carroñeros. Yo, en cambio, inicié una frenética búsqueda. Alguien debía tener dinero extra en su bolsillo, así que no quedaba más que pedir prestado, con el fin de hallar algún piadoso que tuviera la bondad de patrocinar mi entrada a la élite de jugadores de trompo.

Despues de un rato de buscar, encontré a 2 prestadores, amigos míos, quienes me otorgaron los 10 pesos que me hacían falta, y a quienes prometí saldar la deuda lo más pronto posible. Compré el trompo. Era de color azul y tenía una cuerda negra. Casi temblaba de la emoción cuando lo amarré por primera vez. Coloqué cuidadosamente la cuerda entre mis dedos, me puse en una pose amenazadora, con el pie izquierdo adelante y el brazo derecho listo para lanzar mi poderoso artefacto azul. Lo lanzé y lo vi bailar durante 10 segundos, hasta que de manera súbita apareció una manada de niños salvajes (sumidos en el frenesí provocado por sus nuevos trompos) quienes atropellaron a mi pobre trompo de plástico, dejándolo malherido y casi inservible. Me dió tanta tristeza que lo guardé en mi mochila y jamás lo volví a usar. Desde entonces la vida me parece algo injusto y cruel.

Luego recordé que debía 10 pesos, mismos que terminé de pagar unas semanas más tarde, haciendo gestos de sufrimiento cada que veía a mis manos entregando las monedas a otras manos más afortunadas. Había tenido mi primera experiencia desafortunada con un trompo y con el sistema de pago a crédito .

Ahora que lo recuerdo, creo que todavía le debo 4 pesos a uno de ellos.

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